domingo, 2 de agosto de 2009

La casa de los sueños


Ciertas noches, en sueños, regreso a una casa que hace años ha dejado de existir. A veces la casa conserva la misma vista que descubrí en mi infancia: la bugambilia en la fachada, la higuera en el patio trasero, los muebles de madera oscura y la mesita verde que ofrecía pan negro, pan de miel y embutidos al viandante. Otras veces la casa aparece escondiendo su esplendor pasado bajo una capa insípida de pintura blanca. En sueños, logro adivinar la ubicación de los azulejos, del espectro del rosal blanco sobre el cemento y del ciruelo muerto en el que habitaba un gorrión.

Pero hay noches en las que la casa me recuerda el paso del tiempo, y silente me observa. Exhibe sus entrañas vacías, y emite latidos desde el cuarto con duela donde los muertos esperan algo que yo ignoro. Y veo sus miradas extraviadas, su andar sin destino, su tristeza que armoniza con sus rostros de parafina.

Hace un par de noches regresé a la casa, pero esta vez estaba vacía como cuando alguien se muda a otras latitudes. Luminosa, limpísima, emanaba el mismo olor de cuando mi abuela trapeaba los mosaicos de los pisos. No pensé en visitar el cuarto de los muertos. Sólo me detuve ante el espejo que acaso nadie quiso llevarse en la mudanza. Extraje de mi nariz unos gusanos rosas, largos y delgados, como ligas. Semejaban hilos de goma de mascar. Los arrojé al suelo para luego aplastarlos con la palma de mi mano. Tuve cuidado, no quise incluir en mi exterminio a las hormigas amarillas quienes parecían ser los nuevos habitantes de una casa que hace años ha dejado de existir.

Cuadro: La casa azul, Marc Chagall.

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