lunes, 13 de octubre de 2008

El "refri" o "frigo"



Hace un par de semanas cambié mi refrigerador. Mi frigorífico antiguo era pequeño, apenas unos centímetros más alto que el frigobar. Durante años lidiamos con el estibar de cajas, empaques y envases. Pero fue un buen refri, nunca se quejó. Aunque congelaba mal la comida le dio abrigo (o desabrigo) a gelatinas de cumpleaños, pasteles, asados con la condición de tirar o comer inmediatamente lo que ya no se podía guardar de nuevo.

Lo han apodado El Féretro, tal vez por su tamaño, por su color acero inoxidable o por esa fachada cóncava que más parece una pancita (sí, de alguien atiborrado y contento). Y me gusta el apodo, tanto que he pensado seriamente mandar a hacer un testamento con mi última voluntad: se joden, esperé tanto mi refri nuevo que ahora me entierran en él, y no me quemen que me da harto miedo el fuego.

Hace unos días comentaba por ahí que es curioso cómo asignamos valor sentimental a los objetos. Incluso los animamos, y los convertimos en mitos o en receptáculos de leyendas. Pero lo hacemos con todo aquello que nos sabe a polilla. Sólo las cosas con cierto grado de antigüedad juegan este rol. Y no sé, creo que ya es tiempo de incluir a los electrodomésticos, ya tienen años inmersos en nuestra cotidianidad. De entrada creo que mi refri viejo hizo bien en irse lejos, no sólo porque no daba la talla sino porque había sido cómplice de muchos sucesos. Cada vez que abría su puerta y escarbaba en su interior ciertos fantasmas se asomaban. Y no es mala cosa, pero no todos mis fantasmas me agradan.

Y nada, me sorprende que un refri pueda hacerme sonreír cada vez que entro a la cocina. Bah, en el fondo soy un espíritu simple.

pd: doy gracias a mi santa patrona del crédito que ha hecho posible el cambio de frigo.

martes, 7 de octubre de 2008

De magnolias y sapos (3 de 3)



Allá en la infancia, cuando iniciábamos el ciclo escolar, en las primeras semanas de clases nos entregaban nuestros libros de texto: limpios, lisitos y todavía olorosas a tinta. Me causaba placer el meterlos en mi mochila para llevarlos a casa donde se les cubriría con plástico prístino. Confieso que no hojeaba el libro de ciencias naturales ni el de sociales, ni siquiera el de español; el único que abría era el de lectura. Gustaba de ver las ilustraciones, los nombres inauditos de los autores de aquellos poemas, cuentos y fábulas. De aquellas lecturas, o más bien de la primera impresión de aquellas lecturas, recuerdo el Sapito glo-glo. Y dice:

Nadie sabe dónde vive,
nadie en la casa lo vio.
Pero todos escuchamos
al sapito: Glo...glo...glo.
¿Vivirá en la chimenea?
¿Dónde diablos se escondió?
¿Dónde canta cuando llueve,
el sapito Glo...glo...glo?
¿Vive acaso en la azotea?
¿Se ha metido en un rincón?
¿Está bajo de la cama?
¿Vive oculto en una flor?
Nadie sabe dónde vive,
nadie en la casa lo vio
pero todos escuchamos
cuando llueve: glo...glo...glo.
Juan Sebastián Tallón

El poema estaba acompañado de una ilustración de un sapito verde, un dibujo que se antojaba "básico" tal vez por la calidad del papel de aquellos libros. De todos los versos y del onomatopéyico glo-glo me obsesionaba el verso de la chimenea: sería porque un sapo no podría vivir en el hogar encendido o porque nunca tuve chimenea en casa o porque mi lógica infantil (que no ha mejorado) no entendía qué diablos hacía el estúpido sapito en tan peligroso lugar.
No me gustaban los sapos, ni me gustan, son horrendos. No así las ranitas, verdes o coloridas, venenosas o benignas son chulas. Los sapos no, son feos y creo que tontos, muy humanos ellos. Y no los entiendo, muy humanos ellos. Por qué se esconderían en la chimenea, por qué saldrían de su pozo para terminar, crack, muertos en el pico de una cigüeña, por qué volarían para terminar despanzurrados en el parabrisas según la secuencia de una película.
Tan humanos ellos, lo dicho, son feos y tontos, y no tienen ninguna piedra brillante en la cabeza, aunque lo diga Andersen:

-Es gorda, patosa y fea -decían las verdes ranillas-. Sus hijos serán tan feos como ella.
-A lo mejor -dijo la madre sapo-, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya. (El Sapo, Hans Christian Andersen).

En este cuento sólo un sapo podría dárselas de aventurero, soñar con ver el mundo y terminar ahogado en su ambición, tan humano él. Y, crack, termina muerto.
Total, al final del cuento no hay piedra, sino sapo muerto; y al final del poema no hay sapo, sino espectro de sapo; y al final de la película Magnolia no hay final feliz, sino sapos triturados. Pinches sapos, son tan humanos que nunca les entiendo. Bah.

viernes, 3 de octubre de 2008

De magnolias y sapos (2 de 3)


No sé de dónde viene esta cercanía con la palabra magnolia; tal vez sea su sonoridad semeja al acto de anudar, si uno dice "magnolia" alguien o algo ha anudado un gran listón... o tal vez el vago recuerdo de la primera vez que vi una magnolia, o muchas, espeluznantemente blancas y grandes flotando en lo que me parecía un árbol inmenso mareada, seguramente, por ese aroma dulzón que despiden. O tal vez la cercanía de la palabra proviene de un disfraz que lucí en un Festival del Día de las Madres y cuya confección me emocionó tanto.

Día tras día seguía los avances: el armado del alambre y del tul, los pétalos terminados y la fusión final en la máquina de coser. "Magnolia" significaba la emoción de recitar unos versos, de no olvidar los pasos de la tabla, de no sonrojarse ante las miradas de los niños; "Magnolia" significaba la transmutación que sólo es posible en la infancia.

Creo que recordé aquel disfraz gracias a la película, justo en el momento en el que el primer sapo cae del cielo y se estrella contra un parabrisas. Vi de nueva cuenta los rostros de los niños, de mis compañeros disfrazados: la rosa, el lirio, el alcatráz... ahí estaban nuevamente las miradas cómplices tratando de seguir los pasos de uno y otro para que la tabla saliera impecable.

Y en nuestra imaginación fue perfecta.

Busqué una foto de aquel día, recordaba que existían unas transparencias pequeñitas en algún lugar de la colina. Me entusiasmó la idea de poder ver la imagen gracias al escáner de transparencias, ¡oh, sí, bendita tecnología! En el monitor pude ver aquella sonrisa de la infancia, pero también pude escuchar a mi madre burlarse de los disfraces de mis compañeros con su crueldad habitual.

Y no sé, al final "Magnolia" significa tristeza o pérdida, algo más semejante al recuerdo primero de las flores que flotaban sobre un árbol inmenso, con su blanco espectral, semejantes a fantasmas. Y sí, son los fantasmas de las hadas de los cuentos que dejaron de existir en algún momento de la infancia.