viernes, 27 de agosto de 2010

Sincronicidad o ¡Chinga a tu puta madre!


Subo la escalera dando tumbos con las bolsas del supermercado. Recuerdo con saliva nostálgica la milanesa que comí la noche anterior. Tengo hambre. Lejos, en la memoria, están también las papas fritas y las voces de los amigos; y esa estúpida portada que me mostraron en la pantalla diminuta de un gadget que no logró disminuir en nada el absurdo de la foto. Abro la puerta, el teléfono suena frenético. Con los hijos revoloteando lejos de casa no puedo no contestar.

Corro, todavía con las bolsas, aún dando tumbos. La voz de una tipita me dice que hay un mensaje... La voz chillona, entrenada en el arte de la oratoria de pacotilla me dice que él también se preocupa por los hijos, por la salud, por la manga del muerto: ¡Chinga a tu puta madre! ¡Pendejo, a mí me valen madres tus hijos y tus festejos!

Silencio. Sólo tengo hambre. Es una infamia maldecir niños. Sólo es el hambre. Y el pinche miedo de que mis hijos anden revoloteando en esta ciudad, en este país.

Silencio. Pero sí: ¡Chinga a tu puta madre con tus discursos telefónicos! Creo que a mí me importan más tus hijos de lo que a ti, inepto, te pueden importar los nuestros.

Catarsis. Así es la sincronicidad. Me voy a preparar la cena...

jueves, 26 de agosto de 2010

Rubén Darío no llega a la Ciudad de México


Diversos países del mundo fueron invitados a disfrutar de las festividades organizadas con motivo del Centenario de la Independencia de México. Los gobiernos enviaron a sus representantes. Nicaragua elige a Rubén Darío quien viaja de Europa a La Habana, para de ahí transportarse al Puerto de Veracruz. Semanas antes el gobierno nicaragüense que le había asignado la misión diplomática había sido derrocado. Rubén Darío nunca llegaría a la Ciudad de México para unirse a los festejos del Centenario. He aquí su testimonio:


Resumiré. Al llegar a Veracruz, el introductor de diplomáticos, señor Nervo, me comunicaba que sería recibido oficialmente, a causa de los recientes acontecimientos, pero que el gobierno mexicano me declaraba huésped de honor de la nación. Al mismo tiempo se me dijo que no fuese a la capital, y que esperase la llegada de un enviado del ministerio de Instrucción Pública. Entretanto, una gran muchedumbre de veracruzanos, en la bahía, en barcos empavesados y por las calles de la población, daban vivas a Rubén Darío y a Nicaragua, y mueras a los Estados Unidos. El enviado del Ministerio de Instrucción Pública llegó, con una carta del ministro, mi buen amigo, don Justo Sierra, en que en nombre del presidente de la República y de mis amigos del gabinete, me rogaban que pospusiese mi viaje a la capital. Y me ocurría algo bizantino. El gobernador civil, me decía que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando qué partiese la delegación de los Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital; y el gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a entender que aprobaba la idea más de retornar en el mismo vapor para la Habana... Hice esto último. Pero antes, visité la ciudad de Jalapa, que generosamente me recibió en triunfo. Y el pueblo de Teccelo, donde las niñas criollas e indígenas, regaban flores y decían ingenuas y compensadoras salutaciones. Hubo vítores y músicas. La municipalidad dio mi nombre a la mejor calle. Yo guardo, en lo preferido de mis recuerdos afectuosos, el nombre de ese pueblo querido. Cuando partía en el tren, una indita me ofreció un ramo de lirios, y un puro azteca: «Señor, yo no tengo que ofrecerle más que esto»; y me dio una gran piña perfumada y dorada. En Veracruz se celebró en mi honor una velada, en donde hablaron fogosos oradores y se cantaron himnos. Y mientras esto sucedía, en la capital, al saber que no se me dejaba llegar a la gran ciudad, los estudiantes en masa, e hirviente suma de pueblo, recorrían las calles en manifestación imponente contra los Estados Unidos. Por la primera vez, después de treinta y tres años de dominio absoluto, se apedreó la casa del viejo cesáreo que había imperado. Y allí se vio, se puede decir, el primer relámpago de una revolución que trajera el destronamiento. (La vida de Rubén Darío, escrita por él mismo, LXV, Fragmento).

lunes, 16 de agosto de 2010

Un sueño dentro de un sueño


Un sueño dentro de un sueño:

la poética de Edgar Allan Poe*

Erika Mergruen

Sueño primero: la traducción

Según Frédéric Gaussen, el sueño es el símbolo de la aventura individual, alojado tan profundamente en la intimidad de la conciencia que escapa a su propio creador. El sueño se nos presenta como la expresión más secreta y más impúdica de nosotros mismos. Imagino a la poesía como el conjunto de sueños de todos los poetas que han vivido, que viven y vivirán. Imagino al lector de poesía como aquel que se aventura a soñar el sueño de otro. Pero dentro de mis imaginerías están aquéllos que no sólo se limitan a soñarlo sino que se convierten en buscadores de sueños inaccesibles para el idioma de tal o cual soñador. Hablo de los traductores, los que añoran descubrir sueños nuevos, los que han de interpretar el sueño en un idioma para comunicarlo en su propia lengua; a veces como un acto egoista, otras más para compartirlo con su sociedad.

Se dice que no existe una justa interpretación de los sueños, a pesar de que la oniromancia se ha practicado en todas partes y en todas las épocas. Cualquiera puede extraviarse en el laberinto de símbolos que posee un sueño. El traductor lo sabe, lo reconoce y aun así se atreve a interpretar lo que otros sueñan.

En el caso particular de la poesía, el traductor debe determinar qué es lo que puede rescatar y qué será imposible de interpretar: el ritmo, la rima, el sentido, la musicalidad, la estructura.

El traductor de la poesía de Edgar Allan Poe descubrirá, con tristeza, que la musicalidad del inglés jamás podrá interpretarse en nuestra lengua romance, el castellano. El tintineo de la palabra Bells jamás encontrará la aleación exacta en nuestras sonoras “campanas”, pero tal vez Bells repiquetea más como nuestro “cascabeles” o el entrañable diminutivo “campanitas”. En la traducción las consonantes serán torpes, las eles y las eses cambiaran su color. El traductor nos ofrecerá un sueño dentro de un sueño, pero este es el único camino para intentar acariciar la voz del autor de “El cuervo”.

He escuchado comentarios sobre los ripios de los versos de Poe, sobre su sintaxis enmarañada y su vocabulario anquilosado. Estos comentarios inútiles han olvidado que lo que leen es la imposibilidad, que sólo queda arrebatar la esencia que el traductor ha logrado exprimir con su dedicación, con su amorosa necedad. Sí, se antojaría que cada libro de poemas traducidos se hiciera acompañar por un cedé que guardara el sonido de los versos en su idioma original. Se antojaría escuchar a Celan en alemán, a Pessoa en portugués y a Baudelaire en francés. Y sí, se antojaría leer en voz baja, cito, “con las campanas, campanas, campanas” mientras se escuchara un “of the bells, bells, bells” en el reproductor. Pero esto sólo es un sueño dentro de un sueño, porque no existe una editorial, o todas, decidiendo que esto sería un éxito comercial, que esta idea cubriría los costos de imprimir un libro, ya de por sí inútil, como lo es uno de poesía. Nos queda soñar dentro de la interpretación del traductor. Nos queda soñar en nuestro idioma el sueño de otras lenguas, hasta que lo útil deje de ser la prioridad y lo sea lo que es necesario: la poesía.

Sueño segundo: la dualidad del cuervo

Todavía hoy, a 200 años de su nacimiento, la leyenda negra de Edgar Allan Poe sigue vigente. Para muchos, el poeta es aquel alcohólico que narró su delium tremens, es aquel opiómano que transformó sus alucinaciones en cuentos, es el espíritu frágil que cantó a la muerte de la amada una y otra vez. En sus días, sus detractores intentaron empañar su imagen, y en cierta medida lo lograron. Pero basta abrir las páginas de su obra completa para descubrir la voz que trasciende.

El cuervo no es sólo su icono, sino la alegoría de su historia. Al igual que esta ave, Poe ha sido presa del cliché. La simbología del cuervo encierra todas la contradicciones. Por un lado es el ave agorera que anuncia la muerte y la desgracia. Es el mensajero de los dioses dotado de magia adivinatoria. Pero es también el héroe civilizador, el visionario y el profeta: es el ave solar que protege. Su sino aciago seguramente proviene de su color que se asocia con la noche, con lo oculto, con el inconsciente. Curiosamente, fueron las primeras civilizaciones las que lo dotaron de luz, pero hoy domina su simbología oscura.

Aquel que cruza el umbral es maldito, porque el que osa tocar la divinidad ha de ser rechazado por el resto de los mortales. Poe es el cuervo de muchos cuentos, de muchos versos, pero con la plenitud de su simbología. Es la voz poética que observa su entorno y que decide cruzar los umbrales estéticos, los umbrales temáticos, los espirituales y los terrenos. Es el ave que cruza el firmamento, que desciende al thanatos y asciende al eros. Es el ave poseedora de un punto de vista inmenso. Poe es el visionario y el profeta de las letras, es la voz que intuye lo que no se veía entonces o lo que aún hoy no se ha descubierto.

Sueño tercero: la poética del umbral

La palabra umbral significa paso primero y principal o entrada de cualquier cosa. Su significación esotérica señala el paso entre lo exterior y lo interior, lo profano y lo sagrado. Así contiene tanto la posibilidad de la alianza para el que lo cruza, como también la de la separación, para el que se queda al margen. La poética del umbral se manifiesta en toda la obra de Poe. La voz poética y los narradores de su prosa cruzan diversos umbrales. Transitan entre la vida y la muerte, entre el amor y la desolación, entre la naturaleza y las nacientes urbes, entre la realidad y la imaginación.

Estas transiciones develan nuevos estados o nuevos mundos. Así, el lector logra asir lo sobrenatural, la alienación, la impermanencia, la incertidumbre y la fragilidad latente en el universo todo.

A veces somos compañeros de viaje de la voz poética, para también ser descubridores de fantásticas geografías, como ocurre en “El país de los sueños”:

(...)
ha poco que a estas tierras he llegado
desde una sombría última Thule,
desde un clima extraño y fantasmal que se halla, sublime,
fuera del espacio, fuera del tiempo.

Otras veces nos adentraremos al territorio de la Muerte, como ocurre en “La ciudad del mar”:

Allí templos y palacios y torres
(¡torres devoradas por el tiempo, que no tiemblan!)
no se asemejan a nada que sea nuestro.

O tal vez nos asomaremos por las ventanas de “El palacio encantado”:

Y ahora los viajeros en aquel valle ven
por las ventanas de rojo iluminadas
vastas formas que se mueven fantásticamente
al ritmo de una discordante melodía...

El cruce de los umbrales es siempre sutil. Para cuando cobramos conciencia sobre los sombríos paisajes, las aguas quietas, las lunas varias o los serés fantásticos que acechan hemos recorrido ya camino guiados por una psique que no es la nuestra.

Sueño cuarto: el amor más allá de la muerte

En la sentencia del soneto de Quevedo, el amor se tranforma en polvo, mas polvo enamorado. La muerte no pulveriza el amor en los poemas de Edgar Allan Poe, sino que lo licuidifica. El amor se transforma en lo que Bachelard nombró como las aguas profundas de Poe.

Tras la muerte de la amada, la voz poética tendrá momentos de consuelo como ocurre en el poema “Lenora”, donde su espíritu:

...se arranca;
del infierno a un alto estado en el cielo;
del lamento y el gemido a un trono de oro junto al rey del cielo...

Al lado de Irene, la del poema “La durmiente”, la voz poética sublimará la muerte en belleza:

¡Oh, tú, dama gentil! ¿no tienes miedo?
¿Por qué y con qué estás ahora soñando?
¡Sin duda habrás venido desde mares distantes,
una rareza para los árboles de este jardín!
¡Extraña es tu palidez, extraño tu vestido!
¡Extraños, sobre todo, la longitud de tu cabello
y este silencio tan solemne!

Pero están los poemas donde la voz poética desciende hasta llevar su amor por la amada muerta a la alienación total. Este mundo de locura es el gran legado del autor, más evidente en su narrativa pero más sublime en su poesía. La escision de la mente proviene del hombre mismo y ya no de factores externos. El yo consciente y el incosciente se desdoblan. La alegoría más hermosa de este desequilibrio es el poema Ulalume. La más musical cobra vida en las letras ele de “Anabelle Lee”. Pero la más desoladora grazna en el nevermore de “El Cuervo”.

En “Ulalume” el bloqueo del recuerdo no es la sanación, sino un sueño sombrío:

Los cielos estaban cenicientos y apagados;
las hojas estaban quebradizas y resecas,
las hojas estaban marchitas y resecas...

El olvido de la amada es la atrocidad. La ausencia, disfrazada por un momento de esperanza y belleza, nos acerca a los valles sombríos que parecían ajenos, hasta que los muestra familiares, íntimos:

Entonces se tornó mi corazón ceniciento y apagado
como las hojas que estaban quebradizas y resecas,
como las hojas que estaban marchitas y resecas...

Pero están las voces poéticas que jamás logran olvidar. De la comunión del amor y la muerte nace la obsesión. “Anabelle Lee” es el canto de la desesperación velada, de la locura que lleva al amante a dormir noche tras noche en el sepulcro de su amada, deseando acaso la muerte o respirando la de ella. Sólo un amor que es más que amor puede llevarnos a este estado:

Era una niña y yo era un niño,
en aquel reino junto al mar,
pero amábamos con un amor que era más que amor,
yo y mi Anabelle Lee;
con un amor que los alados serafines del cielo
nos envidiaban a ella y a mí.

En “El cuervo” no encontraremos a la amada que se eleva a los cielos como la Lenora original, no admiraremos la belleza de la muerta durmiente, ni siquiera encontraremos el sepulcro que acuna el pesar. Sólo está la desesperanza, fría como el mármol de la estatua de Palas, fría como las lunas blancas de Poe. La amada se ha ido y no hay umbral que ofrezca el reencuentro. Es la nada, es la muerte muerta, es la pérdida absoluta de la belleza porque el “nunca más” del cuervo diluye la posibilidad, pero también el recuerdo. Aquí el umbral está en otra historia, se encuentra entre la razón y la demencia. Del lado de la razón se encuentra la voz poética, del lado de la demencia el ave y su voz imaginaria. Y cuando la puerta se abre: había oscuridad y nada más.

Sueño quinto: la muerte versus el tiempo

En la obra de Poe, pareciera que la vida y la muerte cohabitan en el mismo espacio. Si bien sentimos el poder destructor de la muerte, de “El Gusano Conquistador”, también encontramos a la “muerte viva”, aquella que le roba la belleza y el amor al paso del tiempo. La belleza no perdura, es el tiempo quien se encarga de diluirla. Y el enamoramiento sólo es un momento que se desgaja con el paso de los días.

Pero la muerte, sabedora del arte del embalsamamiento, los preserva; no en el mundo terreno mas en el recuerdo de quien ha admirado la belleza y ha sentido el amor. Y es así que el poeta puede evocar ambos, en sueños, aunque el tiempo siga su devastador recorrido:

(...)
¡sueños!, en su vívida imitación de la vida,
igual que en esa fugaz, vaga y nebulosa lucha
de la apariencia con la realidad que se acerca
a los ojos que deliran más cosas bellas
de paraíso y amor, ¡y todas nuestras!

Sueño final: la última Thule

La última Thule, la de los días sin fin en el solsticio del verano, la de las noches sin fin en el solsticio de invierno, es la isla que representa el límite septentrional de este mundo, más alla del cual hay otro mundo al que los humanos no tienen acceso.

La última Thule simboliza el deseo y la conciencia de lo extremo en lo que por naturaleza es limitado.

Es ahí, en el límite del mundo, donde Poe descubre sus mundos estéticos, retóricos y temáticos. Es de ahí de donde Poe llega a innovar la palabra escrita. Afirmo que el poeta no es el escritor de las vigilias del opio y el alcohol. No es la voz de un alma endeble. Él es el hacedor de sueños, el que manipula lo que la luz de la luna devela, pero también adereza la belleza que resplandece bajo la luz solar.

La voz del poeta se despeña, bajo la figura del cuervo aciago, hacia la muerte, la vida, la pasión, la alegría, la tristeza. Se hunde en los más profundo para robar el secreto de los dioses y entonces remontar el vuelo bajo la forma del cuervo solar, el mismo espíritu cuyo corazón posee las cuerdas de un laúd:

nadie canta tan extremadamente bien
como el ángel Israfel,
y las volubles estrellas (así cuenta la leyenda)
cesando sus himnos, atienden al sortilegio
de su voz, mudas todas.

Queda a cada quién soñar los sueños de Edgar Allan Poe, los de su poesía y los de su narrativa. Y cada quién señalará la ubicación de su Thule personal:

Guarda silencio en esa soledad
que no es aislamiento, pues entonces
espíritus de muertos que estuvieron
en vida antes que tú, vuelven a estar
en muerte en torno a ti, y su voluntad
te va a eclipsar: tú, quédate tranquilo.

* Publicado en la revista Parteaguas, enero 2010.

lunes, 9 de agosto de 2010

El iluminador

1
Así como sueño conocer San Petesburgo, sueño con conocer el medioevo. Claro que viajaría en el tiempo con algunos "ajustes". Iría al pasado como hombre, como mujer resultaría imprudente. Aunque me provoca la idea de ser señor feudal la verdad es que elegiría un monasterio para dedicarme a la iluminación. Así entre rezos y tareas cotidianas dedicaría horas en el scriptum para iluminar las ediciones por encargo.
Con claridad veo las vetas de mi mesa de madera, mis pinceles y los recipientes guardianes de los disolventes y los pigmentos.
Escribiría el texto con maestría, trazaría el marco, las florituras y la inicial. Iluminaría entonces el folio con minio, cinabrio, añil, ocre, azafrán... y sólo realizaría obras sagradas por el placer de emplear el oro de caracola.
Tras años en el oficio, años de plomo y arsénico, tal vez enloquecería. Entonces vería a los ángeles y al cristo crucificado revolotear en mi cuarto; o al demonio y sus tentaciones reptar por el piso. Abrazaría a los emisarios del cielo con mis estigmas; ahuyentaría a las bestias del infierno con el silicio. Pero nada evitaría que cada mañana me sentara frente a mi mesa para iluminar los libros, los mismos que serían exhibidos en los atriles de los privilegiados: monarcas, señores, eminencias.

2
Tal vez nunca iré a San Petesburgo. Y en el medioevo, con suerte, hubiera sido la esposa de un panadero. Seguro habría muerto de parto o de peste. Jamás hubiera leído un libro como la mayoría de los mortales en aquella época. Todavía peor, habría sido analfabeta -como muchos de los señores feudales. La ignorancia era un democracia. Leer era privilegio del clero; perdón, sólo del alto clero.
Hoy tendría que alegrarme que los incunables cedieran su lugar a los folios de la imprenta. Sin importar cuáles fueron las motivaciones verdaderas de Gutenberg, la industralización del libro cambió la historia. Quiero creer que los iluminadores también se alegraron en su momento, imaginando que la civilización toda tendría acceso a lo que sus ojos tuvieron. Ofrendaron, entre estigmas y silicios, su oficio en favor de la democratización del libro.
"Libros para todos" sería un buen eslogan, pero como tal posee oscuros resquicios. El libro no es la panacea universal, ni siquiera un disfrute cuando se usa como fuente de manipulación, de persecución, de demagogias, de especulación. Leer un libro o dos, o una biblioteca completa, no cura la mezquindad. La distancia entre ser lector y ser aprendiz es el abismo.

3
Nunca iré a San Petesburgo, pero lo he visitado en mi lecturas; y ahora en la red. También en la red he hojeado los libros iluminados que desearía haber hecho; he descubierto bibliotecas, proyectos de difusión, facsímiles, reproducciones, traducciones, textos interactivos. Y a ratos siento que el "Libros para todos" no es sólo un eslogan.
La red, como otras cosas en la vida real, son una pompa de jabón: tornasoleada, volátil, hermosa pero frágil. Cuando revienta, la realidad nos escupe a la cara.
La democratización del libro, de cualquier cosa, es una utopía. En México el 70 por ciento de la población no tiene acceso cotidiano a la red. El otro 30 por ciento, me incluyo, creemos ser el 100 por ciento. Desconozco los porcentajes del primer mundo y no quiero conocer los del cuarto o quinto mundo.
Aún más, en los últimos días este 30 por ciento intercambia puntos de vista sobre el iPad, si bien sólo un puñado podrá adquirir el mentado artilugio (aquí no me incluyo).
Cada quien puede hacer lo que quiera con su cartera; pero lo lamentable es que no todos pueden elegir qué hacer con una cartera vacía: el 50 por ciento de la población vive con un salario mínimo (1,600 pesos mensuales, sí, para todo un mes, en promedio). No encuentro la manera de cuadrar este poder adquisitivo con la tecnología que, en teoría, ofrece en bandeja de oro todo el conocimiento.

4
Conocer San Petesburgo no importa, sino la posibilidad de soñar que puedo conocerlo. Otros sueños se apagan, y cada día me cuesta más trabajo encenderlos, me cansa jugar al ave fénix.
Acaso en un futuro my lejano la red, el iPad, los libros electrónicos y demás avances de la palabra escrita estén a la disposición de cualquier par de ojos. Nuevas generaciones de iluminadores tendrán que extinguirse. Pero hoy no es posible. En algunos lugares los libros no son para todos, mas yacen en los atriles de los privilegiados: monarcas, señores, eminencias.
Escucharé las mismas frases hasta el cansancio: hay pobres, hay ricos, es la naturaleza humana, no esperes más nada, blah, blah, blah. Cuando me haya cansado lo suficiente dejaré de soñar en San Petesburgo; y seré señor feudal, allá, en el medioevo. Pero hoy no.

lunes, 2 de agosto de 2010

Agosto




AGOSTO
Federico García Lorca (1898 - 1936)

Agosto.
Contraponientes
de melocotón y azúcar,
y el sol dentro de la tarde,
como el hueso en una fruta.

La panocha guarda intacta
su risa amarilla y dura.

Agosto.
Los niños comen
pan moreno y rica luna.