lunes, 21 de marzo de 2011

El último invierno


1. Sentía que las estaciones no tenían ya sentido, no en una ciudad como esta y su perpetua estación cemento. Así, sin tierra de por medio ni cosechas por venir, el final del invierno sólo se reflejaba en mi incomodidad ante el calor; ante el polvo y el polen que me enferman, y ante esa estúpida luz amarilla que me enceguece cuando abandono estas cuatro paredes.

2. Imaginaba a las estaciones como separadores de un libro que no he terminado de leer aun cuando los capítulos se acortan más y más, como si el tiempo se alimentara de la tinta de sus folios. Ese libro que parece una copia del que poseen otros, pero que es único; aunque el epílogo sea el mismo.

3. Escuchaba lo que creí el lamento del invierno, semejaba al ruido que alguien produciría si fuera posible amputar un témpano. Pero el estruendo provenía del vidrio de una ventana que, bajo el rayo del sol, se desmoronaba. La imagen perfecta sería la de la imposibilidad de que un vidrio sufra quemaduras solares y se ampolle. Ahí estaba la llaga, me basto apenas señalarla para que me estallara en la cara, supurante de astillas y destellos.

4. Pensé: ha sido el último invierno de esa ventana, y apenas disfrutará de un par de días de primavera. Está acabada, destemplada por los elementos.

5. Pienso, y corrijo por una absurda empatía: la ventana sólo está cansada, perdió el temple, olvidó cómo escanciar el agua y el fuego en la misma superficie. Y sin más, la señalan y estalla sobre la cara del que la ha juzgado. Pienso, y corrijo de nuevo: sí, la ventana está acabada. Y yo ya no sé estallar, sólo me queda darme la media vuelta. Yo y mi fragilidad nos alejamos. El invierno se ha quedado con todo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El mago (Arcano I)


Por la tierra han caminado personas que logran abrir portales a otros mundos mediante las palabras más sencillas. Preparan sus escritorios: sobre ellos despliegan el papel, el tintero, las plumas. Llenan con aceite los vientres de las lámparas, y escriben noche y día. Trazan “Árbol”, y un estruendo surge de debajo de la tierra y estalla en verde follaje y ramas que mecen frutos coloridos. Trazan “Conejo”, y de un sombrero imaginario, salta el animal, sube y baja, desordena los escritos y sale por la puerta en busca de una niña.

Algunos los llaman prestigiditadores del lenguaje, otros los nombran engatusadores de lo irreal. Los iniciados les dicen magos, como aquellos de las historias antiguas que conocían el nombre verdadero de las cosas. Ellos son los hacedores de mundos, los que subliman sus deseos para llegar a ser los amos y señores del País de las Maravillas.

martes, 8 de marzo de 2011

Canción de una dama en la sombra

Canción de una dama en la sombra

Paul Celan


Si la dama del silencio llega y decapita los tulipanes:
¿quién gana?
¿quién pierde?
¿quién se asoma a la ventana?
¿quién pronuncia primero su nombre?
Es alguien que lleva mi pelo.
Lo lleva como se llevan los muertos en las manos.
Lo lleva como el cielo llevó mi pelo en el año en que amaba.
Lo lleva así por vanidad.
Él gana.
No pierde.
No se asoma a la ventana.
No dice su nombre.
Es alguien que tiene mis ojos.
Los tiene desde que cerraron las puertas.
Los lleva como anillos en el dedo.
Los lleva como pedazos de placer y zafiro:
ya era mi hermano en el otoño;
ya cuenta los días y las noches.
El gana.
No pierde.
No se asoma a la ventana.
Dice al último su nombre.
Es alguien que tiene lo que dije.
Lo lleva bajo el brazo como se llevan las actas.
Lo lleva como el reloj lleva la peor de sus horas.
Lo lleva de umbral en umbral, no lo abandona.
El no gana.
El pierde.
Se asoma a la ventana.
Dice primero su nombre.
A él lo decapitan con los tulipanes.

viernes, 4 de marzo de 2011

Marzo amarillo


Leo, huyo, cierro el libro. Regreso. Entonces observo las paredes, hace años que las pinté, lo sé porque han empezado a amarillear.

A ratos creo que el amarillo proviene de los cientos de cigarros que me fumo al año combinados con las células de mis pulmones que escapan muertas. Pero no entiendo por qué los otros objetos que me rodean conservan su color original.

A veces señalo al cochambre que repta desde la cocina, como un espíritu aciago del hogar que lo impregna todo; y se me antoja apagar la estufa para siempre, aniquilar los amarillos de los aromas, de las texturas, de las lenguas salivadoras.

Las paredes amarillean como lo hacen las hojas de ciertos libros. Aquí adentro, en mi estúpida contemplación del entorno, me adivino un personaje que se desdibuja en el mismo folio de un cuento sin lector.

Abro el libro, para huir siempre. Me detengo porque entonces temo que soy yo la que ha amarilleado mis muros verdes. No con el cigarro, no con los fantasmas de mis guisos sino por sonambulismo. Así, por las noches, me dedico a exterminar las frutas de marzo, soles dulcísimos, restregándolas en los muros. Cuando despierto, a las que quedan, las devoro por odio.

Hace calor, abro todavía más la ventana, aunque ello me provoque un ataque de tos. Detesto marzo amarillo, su polen, su sequía, sus estúpidos rayos de sol a través de los cuales distingo miles de partículas suspendidas. Me consuelo imaginando que éstas son dragones diminutos: revolotean escupiendo fuego por todo el lugar. Ahora entiendo de dónde proviene este calor, ahora entiendo quiénes provocan mi tos. Ahora comprendo que el amarillo de mis muros es el fuego ahí impreso de todos los pequeños dragones.

Abro una vez más el libro, y me voy. Los dragones no existen. Sólo es el paso del tiempo el que amarillea este lugar.