lunes, 21 de febrero de 2011

El disfraz del suicidio

Puede el hombre tener violenta mano
contra él mismo y sus cosas; y es preciso
que en el segundo recinto lo purgue

el que se priva a sí de vuestro mundo,
juega y derrocha aquello que posee,
y llora allí donde debió alegrarse.

(
Divina Comedia, Dante Alighieri)


1.
Hace unas semanas alguien comentó sobre la nueva versión cinematrográfica de "Marcelino, pan y vino"; ni siquiera sabía que existía una primera. Para mi sólo se trataba de un libro. No de un libro cualquiera sino de aquellos folios de infancia que de alguna forma nos señalaron el camino a tomar.

Cuando citaron la película en cuestión, no sólo recordé el libro sino que lo encontré en uno de mis libreros. Es un ejemplar color chocolate, de pasta dura, ilustrado y que todavía conserva los dientes furiosos de un perro que hace años es fantasma. Me inquieta el poseer objetos que todavía guardan recuerdos, me basta desenpolvarlos un poco y esperar que el asma o la anécdota surga.

No sé quién me lo regalo, no recuerdo el rostro pero si las manos que me extendieron aquel regalo envuelto a la vieja usanza: con papel de china blanquísimo, lleno de pliegues pequeños que simulaban una escalera para duendes y sobre la cual se solía poner una pegatina metálica con el logo del proveedor. Sé que en ese entonces no lo leí, aún era yo una analfabeta. Las imágenes subsecuentes no son de una sino de varias lecturas, lo sé por las texturas varias y la iluminación cambiante del recuerdo.

Ahora observo el libro, me cuesta trabajo entender por qué no podía leerlo con fluidez pues la tipografía es grande y el interlineado perfecto. Leo, la historia siempre me resultará perturbadora.

2.
Lo admito, la idea de que un Cristo de madera tuviera la capacidad de cobrar vida y descender de su cruz me aterraba. Lo imaginaba crujiendo al exhibir sus llagas y sus espinas. Paradójicamente también sentía tristeza. No entendía la comunión del horror y la tristeza que me invadían ante la visión de aquel títere ensangrentado.

Releo el libro, he superado ese miedo, y la tristeza es otra, la consetudinaria. Pero Marcelino, Pan y Vino, junto con otros cuentos, no abandona su disfraz del suicidio. Aunque la imagen final enaltece la muerte del niño, como si se tratara de la elección de un santo, no deja de ser una mentira.

3.
He tratado de recordar el nombre del texto donde leí la descripción de una mujer que lloraba y se desgarraba las vestiduras porque su amado muerto no podría ser enterrado en el camposanto; creo que fue gracias a ese texto que tuve que buscar la palabra en el diccionario sólo para descubrir que se trataba de un panteón.

El amado muerto en cuestión había sido repudiado por el sacerdote de la capilla pues era un suicida. Creo que mis entonces escasas lecturas me permitían engarzarlas a la mínima provocación: recuerdo que entonces no entendí dónde estaba la santidad de uno, Marcelino, y donde la herejía del otro, el amado. Lo que sí comprendí fue el por qué La Sirenita se había transformado en espuma y El Principito en arena: eran suicidas indignos de una lápida donde llorar su ausencia.

Años después, imaginaba a estos seres tristes enlodados en el Séptimo Círculo de Dante. Sí, Marcelino, el santo, también estaba ahí. Y las palabras de Pio XII me parecían un escupitajo contra el patetismo del suicida: Enseñada a vuestros fieles el horror a este delito, educadlos para soportar las desventuras, atemorizadlos --si es necesario para su salvación-- con aquellos argumentos divinos y humanos que la moral católica expone ampliamente.

También admito que desprecié todo aquello que era reflejo de mi propia fragilidad. Pero sí, en cierta ocasión estuve a punto de reunirme con los niños suicidas de mis lecturas. Justo en ese momento en que la inmensidad no es otra cosa que la vacuidad. Ahí, donde el amado duerme en los brazos de otra, ahí donde la rosa sucumbe al frío en un planeta imaginario; y ahí, donde uno mismo es la madre muerta.

4.
Fui una niña soberbia al creer que mis relecturas cambiarían el final de ciertas historias. Fui una soberbia al pensar que el vacío nunca me poseería. Y soy una soberbia al escribir todo esto, y al decir que he leído sobre el suicidio lo suficiente para saber que debo seguir pecando, hasta el cansancio, hasta ganarme mi boleto al infierno; porque alguien debe rescatar al huérfano, a la malquerida y al niño cordero. Y sí, alguien debe rescatarlos y darles consuelo. Dejar que el perro fantasma devore todos los folios con finales aciagos y apagar las anima sola de todos los tiempos.

sábado, 5 de febrero de 2011

Las cabañuelas truncas


Mis cabañuelas han pagado mi pereza de entrar diario a las Criptas. Creo que usé como servilleta el papel con las anotaciones de los últimas días de enero. Aunque si bien no realicé la observación del día 31, las cabañuelas han quedado más truncas de lo que esperaba. Observarán ciertas coincidencias al unir las lecturas. Lo único que me inquieta es la ausencia de lluvia. En La Colina siempre tenemos listas las branquias para los meses de julio y agosto. Por lo pronto las cabañuelas no se equivocan, ya es febrero y los días son papalotes al viento.

Enero: frío y húmedo, de lloviznas tímidas.
Febrero: sol blanco perturbado por ventiscas ocasionales. Vientos.
Marzo: sol amarillo, aire de tibiezas sugeridas; tibieza diurna, frío nocturno.
Abril: sol, el calor cuaja en las esquinas.
Mayo: sol y suspiros del infierno, calor tímido.
Junio: calor seco, calor.
Julio: calor seco, calor.
Agosto: el infierno, el calor.
Septiembre: la sequía refresca por las tardes, el calor y la sequía regresan.
Octubre: la tibieza titubea, el frío cede a la tibieza nocturna.
Noviembre: la tibieza y las ventiscas nocturnas, el frío seco.
Diciembre: el frío amanece, el frío intenso y su llovizna.