miércoles, 17 de diciembre de 2008

lo que se desvanece

Beksinski

Creo que paso demasiado tiempo aquí, dentro de casa. Cada vez que salgo a la calle me enfermo, tengo una gripe recurrente. Y hay días en los que el malestar es inaudito, me derrumba por dentro y por fuera. Me deja suspendida en este limbo que he creado en los últimos meses: no importa lo que suceda, los días son iguales y uno se dedica a devorarse la deriva. Me cansa enfermarme pero más me cansa intentar no cansarme. Tendré que salir a la calle una y otra vez, es inevitable. Trataré de resignarme si acaso me enfermo de nueva cuenta; cuando sienta la fragilidad de este cuerpo imaginaré que sólo es el eco de lo que se desvanece día a día.

jueves, 4 de diciembre de 2008

¿Y las hormigas?


1. Quité el Altar de Muertos a regañadientes, un día antes del Día de la Revolución. Me arrepentí. Debí llevar a cabo la idea de mi hija: reciclar el Altar, adaptarlo a las festividades en curso y quitarlo al año siguiente sólo para volverlo a plantar en el Día de Muertos. Sólo teníamos que sustituir las flores y los colores del papel picado: para Navidad, nochebuenas y papelitos roji-verdes... rosas y pliegos rosados en San Valentín... gladiolas y tonos morados para Semana Santa. Y nada, no hice caso, y quité el Altar. Me ha quedado un vacío desde ese día.

2. Y no hice caso, ni siquiera a los augurios que escondían las calaveras de azúcar. Todos los años las retiro, las desenpolvo y las guardo para volverlas a usar; pero antes debía sacudirlas para quitarles las hormigas que se escondían, golosas, en la bóveda. Este año no encontré ninguna hormiga. Pensé que ellas ya se habían hartado de tragar azúcar todos los días o que habían terminado de guardar provisiones para todo un año. No estaban.

3. Imaginé que las hormigas cotidianas se habían ido a otro apartamento, o que habían sido víctimas de algún derrumbe en el hormiguero que se encontraba en algún lugar oculto del jardín. También supuse que el frío anticipado las había exterminado. O bien las muy estúpidas habían muerto de diabetes por tragar tanta azúcar. Creo que fue ese vacío, el de las bóvedas craneales, el que se me instaló dentro: el fantasma de la marabunta me había poseído.

4. Pasaron los días. Entre los quehaceres cotidianos no dejaba de pensar en las hormigas y de sentir una tristeza ya conocida al mirar el hueco donde estaba antes el Altar de Muertos. Me dediqué a recrearlo, a imaginar el movimiento del papel, a distorsionar las sombras que provocaban los cirios encendidos y a blanquear todavía más la docena de sonrisas azucaradas que custodiaban la casa.

5. Anoche, en la madrugada, entré al baño y prendí la luz. En un rincón descubrí una hormiga. Era grande, como aquellas que venían al Altar, pero de color oscuro, casi negra. Estaba ahí, quietísima, haciéndome creer que estaba muerta. Apagué la luz y la encendí nuevamente. La hormiga se había movido unos centímetros, pero había regresado a su juego de la esfinge. Supuse que pertenecía a otra especie y por ende a otro hormiguero donde nada se sabía de altares ni de azúcar ni de muertos. Ella me temía. No era como las otras que paseaban descaradamente por toda la casa sin inmutarse ante mi presencia. Era otra.

6. A ratos creo que aquella hormiga no era otra sino una compañera de las antiguas. Ellas no vinieron a comer azúcar porque ya no me conocen. Porque uno es el otro y no ellas. Y a ratos creo que no han regresado porque a través de los años, con tanta ofrenda, lograron construir su propio altar en el hormiguero que se encuentra oculto en el jardín. Pero también se me ocurre que olvidaron el camino y que no debí quitar las calaveritas. Tenía que haberlas dejado a modo de faro para que las guiara en su regreso a casa.

7. Me he arrepentido una y otra vez por haber quitado el Altar de Muertos. Me quedé con este vacío y con la sensación de que la hormiga extranjera era un espejo minúsculo. En fin.

lunes, 10 de noviembre de 2008

y el Imperio no quiere morir...


Y bien, el Imperio se niega a morir... y no se trata de cambios radicales, de sucesos maravillosos o la materialización de Utopía; es simplemente el curo de la historia.
Dudé en subir esta imagen, dudé en mostrar cierta emoción; pero no existió duda de que, para la mayoría de los cuarentones, el suceso poseía cierta luminosidad.
En mi infancia conocía La cabaña del tío Tom, viví el éxito de Raíces en televisión, y tuve la suerte de conocer las plantaciones de New Orleans antes de la devastación. Leí noticias sobre el Apartheid, sobre la liberación de Mandela. Me perdí en las páginas del universo sureño de Faulkner, y traté de entender.
Enfin, dudé en subir la imagen porque los Imperios son lo que son. Pero a ratos se antoja dejarse hechizar, echarse una siesta de tanta realidad y seguir al conejo blanco que nos lleve a otros mundos. Sí, se antoja tener esperanza, aunque tengamos la certeza de que la esperanza es un ser deforme y atroz... Total, hay días para el ensueño: si Alicia pudo, yo también...

jueves, 6 de noviembre de 2008

La mil y una huevas



De niña, me gustaban las sobras de las cenas de la "gente grande". Mi mamá solía montar caviar bicolor sobre queso crema. Imagino que a la mayoría de los invitados no le gustaban las huevas de pescado pues, al día siguiente del evento, siempre sobraba dicha botanita. Hace años que no como botanitas de caviar. Estoy pensando en comprarme un frasquito en el súper, total, quitamos pesos del mandado y me doy un atracón de hueva de pescado...
Aunque, pensándolo bien, creo que no necesito más huevas, ya tengo muchas, y de todos colores. Resultaría económico utilizarlas en lugar de despilfarrar la quincena en el súper. Sólo necesito comprar unas galletitas dietéticas y a embarrar: la hueva que me da revisar mi correo, la hueva que me da salir a la calle, la que me da al contestar el teléfono, la que me da al intentar renovar OSIAZUL, la que me da al entrar a las criptas, la que me da al tratar de escribir la última cuartilla de un libro, la que me da al preparar un proyecto de lectura, la que me da al tratar de hablar de los acontecimientos de moda, la que me da... bah, mejor me compro el frasquito, mis huevas han de dar indigestión y las del frasquito sólo saben chingón.

lunes, 13 de octubre de 2008

El "refri" o "frigo"



Hace un par de semanas cambié mi refrigerador. Mi frigorífico antiguo era pequeño, apenas unos centímetros más alto que el frigobar. Durante años lidiamos con el estibar de cajas, empaques y envases. Pero fue un buen refri, nunca se quejó. Aunque congelaba mal la comida le dio abrigo (o desabrigo) a gelatinas de cumpleaños, pasteles, asados con la condición de tirar o comer inmediatamente lo que ya no se podía guardar de nuevo.

Lo han apodado El Féretro, tal vez por su tamaño, por su color acero inoxidable o por esa fachada cóncava que más parece una pancita (sí, de alguien atiborrado y contento). Y me gusta el apodo, tanto que he pensado seriamente mandar a hacer un testamento con mi última voluntad: se joden, esperé tanto mi refri nuevo que ahora me entierran en él, y no me quemen que me da harto miedo el fuego.

Hace unos días comentaba por ahí que es curioso cómo asignamos valor sentimental a los objetos. Incluso los animamos, y los convertimos en mitos o en receptáculos de leyendas. Pero lo hacemos con todo aquello que nos sabe a polilla. Sólo las cosas con cierto grado de antigüedad juegan este rol. Y no sé, creo que ya es tiempo de incluir a los electrodomésticos, ya tienen años inmersos en nuestra cotidianidad. De entrada creo que mi refri viejo hizo bien en irse lejos, no sólo porque no daba la talla sino porque había sido cómplice de muchos sucesos. Cada vez que abría su puerta y escarbaba en su interior ciertos fantasmas se asomaban. Y no es mala cosa, pero no todos mis fantasmas me agradan.

Y nada, me sorprende que un refri pueda hacerme sonreír cada vez que entro a la cocina. Bah, en el fondo soy un espíritu simple.

pd: doy gracias a mi santa patrona del crédito que ha hecho posible el cambio de frigo.

martes, 7 de octubre de 2008

De magnolias y sapos (3 de 3)



Allá en la infancia, cuando iniciábamos el ciclo escolar, en las primeras semanas de clases nos entregaban nuestros libros de texto: limpios, lisitos y todavía olorosas a tinta. Me causaba placer el meterlos en mi mochila para llevarlos a casa donde se les cubriría con plástico prístino. Confieso que no hojeaba el libro de ciencias naturales ni el de sociales, ni siquiera el de español; el único que abría era el de lectura. Gustaba de ver las ilustraciones, los nombres inauditos de los autores de aquellos poemas, cuentos y fábulas. De aquellas lecturas, o más bien de la primera impresión de aquellas lecturas, recuerdo el Sapito glo-glo. Y dice:

Nadie sabe dónde vive,
nadie en la casa lo vio.
Pero todos escuchamos
al sapito: Glo...glo...glo.
¿Vivirá en la chimenea?
¿Dónde diablos se escondió?
¿Dónde canta cuando llueve,
el sapito Glo...glo...glo?
¿Vive acaso en la azotea?
¿Se ha metido en un rincón?
¿Está bajo de la cama?
¿Vive oculto en una flor?
Nadie sabe dónde vive,
nadie en la casa lo vio
pero todos escuchamos
cuando llueve: glo...glo...glo.
Juan Sebastián Tallón

El poema estaba acompañado de una ilustración de un sapito verde, un dibujo que se antojaba "básico" tal vez por la calidad del papel de aquellos libros. De todos los versos y del onomatopéyico glo-glo me obsesionaba el verso de la chimenea: sería porque un sapo no podría vivir en el hogar encendido o porque nunca tuve chimenea en casa o porque mi lógica infantil (que no ha mejorado) no entendía qué diablos hacía el estúpido sapito en tan peligroso lugar.
No me gustaban los sapos, ni me gustan, son horrendos. No así las ranitas, verdes o coloridas, venenosas o benignas son chulas. Los sapos no, son feos y creo que tontos, muy humanos ellos. Y no los entiendo, muy humanos ellos. Por qué se esconderían en la chimenea, por qué saldrían de su pozo para terminar, crack, muertos en el pico de una cigüeña, por qué volarían para terminar despanzurrados en el parabrisas según la secuencia de una película.
Tan humanos ellos, lo dicho, son feos y tontos, y no tienen ninguna piedra brillante en la cabeza, aunque lo diga Andersen:

-Es gorda, patosa y fea -decían las verdes ranillas-. Sus hijos serán tan feos como ella.
-A lo mejor -dijo la madre sapo-, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya. (El Sapo, Hans Christian Andersen).

En este cuento sólo un sapo podría dárselas de aventurero, soñar con ver el mundo y terminar ahogado en su ambición, tan humano él. Y, crack, termina muerto.
Total, al final del cuento no hay piedra, sino sapo muerto; y al final del poema no hay sapo, sino espectro de sapo; y al final de la película Magnolia no hay final feliz, sino sapos triturados. Pinches sapos, son tan humanos que nunca les entiendo. Bah.

viernes, 3 de octubre de 2008

De magnolias y sapos (2 de 3)


No sé de dónde viene esta cercanía con la palabra magnolia; tal vez sea su sonoridad semeja al acto de anudar, si uno dice "magnolia" alguien o algo ha anudado un gran listón... o tal vez el vago recuerdo de la primera vez que vi una magnolia, o muchas, espeluznantemente blancas y grandes flotando en lo que me parecía un árbol inmenso mareada, seguramente, por ese aroma dulzón que despiden. O tal vez la cercanía de la palabra proviene de un disfraz que lucí en un Festival del Día de las Madres y cuya confección me emocionó tanto.

Día tras día seguía los avances: el armado del alambre y del tul, los pétalos terminados y la fusión final en la máquina de coser. "Magnolia" significaba la emoción de recitar unos versos, de no olvidar los pasos de la tabla, de no sonrojarse ante las miradas de los niños; "Magnolia" significaba la transmutación que sólo es posible en la infancia.

Creo que recordé aquel disfraz gracias a la película, justo en el momento en el que el primer sapo cae del cielo y se estrella contra un parabrisas. Vi de nueva cuenta los rostros de los niños, de mis compañeros disfrazados: la rosa, el lirio, el alcatráz... ahí estaban nuevamente las miradas cómplices tratando de seguir los pasos de uno y otro para que la tabla saliera impecable.

Y en nuestra imaginación fue perfecta.

Busqué una foto de aquel día, recordaba que existían unas transparencias pequeñitas en algún lugar de la colina. Me entusiasmó la idea de poder ver la imagen gracias al escáner de transparencias, ¡oh, sí, bendita tecnología! En el monitor pude ver aquella sonrisa de la infancia, pero también pude escuchar a mi madre burlarse de los disfraces de mis compañeros con su crueldad habitual.

Y no sé, al final "Magnolia" significa tristeza o pérdida, algo más semejante al recuerdo primero de las flores que flotaban sobre un árbol inmenso, con su blanco espectral, semejantes a fantasmas. Y sí, son los fantasmas de las hadas de los cuentos que dejaron de existir en algún momento de la infancia.

lunes, 29 de septiembre de 2008

De magnolias y sapos (1 de 3)


Aunque creía que las noches eran tranquilas he descubierto que, cuando no hay durmientes en esta casa, las noches son aún más silenciosas. El silencio total ante la falta de cuerpos me invita a prender la tele y buscar alguna película que perdí en cartelera. Siempre encuentro algo porque rara vez voy al cine, es algo que no entra en el presupuesto.
Me tocó ver Magnolia, de Paul Thomas Anderson, sin cortes comerciales. Al principio me preocupó el poder seguir aquel frenesí en plena madrugada. Luego me preocupó el hecho de que no iba a dormir: mi cuarto estaba lleno de magnolias y de sapos.
Si hubiese visto esta película hace algunos años no tendría nada de familiar, ningún guiño de complicidad. Pero hoy todos esos personajes son un albúm de fotos viejas que debe tener guardado en algún cajón.
Nunca entendí el por qué del nombre, tal vez me perdí algo al ir al baño o al ir a buscar algo dentro de mi nuevo refrigerador. Me quedé con el olor dulzón de la magnolia, tan parecido al de los nardos, tan similar al del primer aroma de los muertos, ese olor dulzón que lo inunda todo, el aroma de lo irreversible.
Y no sé, tal vez busque por ahí la respuesta, o alguien me explique el por qué del nombre aunque ello no me quite el horror de la transición de ese aroma dulzón al de los sapos voladores que se estrellaban contra los parabrisas. El tufo de tantas entrañas reventadas, de cientos de verrugas en estado de descomposición no deja de venir una y otra vez desde que vi la película.

lunes, 22 de septiembre de 2008