jueves, 16 de diciembre de 2010

Terreno baldío


Algunos cuartos de esta casa dan a un terreno baldío. La gente suele usarlo como contenedor de basura. Pero no siempre fue así. Hace muchos años, cuando era niña, el terreno era una especie de pastizal. Todas las tardes alguien llevaba ahí a sus vacas. Me gustaba observarlas: balanceaban la cola, masticaban la hierba y mujían de vez en vez. Algunas veces creía que ellas también me observaban con esos ojos dulces que sólo las vacas pueden tener.

Pasaron los años y un día llegó una familia a vivir al terreno. Construyeron dos cuartos con tabique y techo de lámina. Meses después pintaron de verde la fachada de la casa. Los niños salían a jugar con carritos o a corretearse sin ton ni son. Tiempo después dedicaban las tardes a columpiarse; su padre les había construido un columpio con un mecate y una tabla en la rama del único árbol que había en el terreno.

Me gustaba espiar a la familia, escuchar el bullicio de los niños y la voz firme de su madre que los aplacaba mientras lavaba la ropa o los trastes en el fregadero que estaba junto a la puerta de entrada. En los días calurosos la familia se sentaba bajo el árbol, podía verlos gesticular. Imaginaba las anécdotas que contaban, y hasta suponía que a veces se decían que se amaban mucho.

Ocurrió una Navidad, el padre trajo un pino para sembrar. Lo vi cavar a unos metros de la casa mientras sus hijos entraban y salían llevando cajas pequeñas de cartón. Decoraron el árbol con esferas de colores y escarcha; hasta la noche descubrí que también tenía luces. En la Nochebuena rompían una piñata mientras escuchaban música a todo volumen. También había bengalas.

Un día la casa del terreno baldío quedó en silencio. Al principio pensé que la familia había salido de viaje, pero no fue así. Supuse que otra familia vendría a habitar la casa verde pero la puerta permaneció cerrada. Con el transcurso de los años la casa fue la que se mudó a pedazos: primero fue la puerta, luego los marcos de las ventanas, le siguieron las láminas del techo. Y paulatinamente los tabiques desaparecieron. Era como si un ejército de hormigas se hubieran llevado los muros de la edificación al confundirlos con terrones de azúcar.

Lo dicho, hoy el terreno baldío es un contenedor de basura. En tiempo de lluvias es casi tan verde como lo fue la casa, emana una combinación de hierba húmeda y putrefacción. En tiempo de sequía se incendia, entonces los bomberos llegan raudos a silenciarlo. El árbol que fue único creció torcido, tal vez por culpa del columbio: sus ramas reptaron, se hundieron y emergieron formando falsos árboles por doquier. El pino sigue ahí, inmenso; de adornarlo necesitaría muchas cajas de adornos y una gran escalera.

A ratos imagino que aquellos niños tienen ya sus propios niños, que adornan árboles en estas fechas, cortados o plantados. Quiero creer que recuerdan su casa verde de la infancia, el columpio improvisado, el fregadero exterior y el día que su papá plantó un árbol. Quiero creer que recuerdan a la niña que los espiaba por la ventana. Pues esa es la verdadera posesión, la de la cotidianeidad y sus objetos sencillos, las de las voces que sólo son un momento; todo lo que habita, fantasmagórico, en los terrenos baldíos de unos y otros.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Curaduría


1. De existir eligiría la profesión de visitador de museos. Elaboraría una lista de todos los museos del mundo, trazaría una ruta y pediría presupuesto a las autoridades pertinentes para cubrir el itinerario. Escribiría una bitácora, haría una maestría y un doctorado, y terminaría dando cátedra en las universidades de prestigio. Tal profesión existiría si tuviera alguna utilidad para la sociedad.

2. Desde niña me gustan los museos aunque ahora dudo sobre lo que de ellos me atrae. El fin último de la visita no es conocer lo que ahí se expone sino la posibilidad de entrar a las edificaciones de arquitectura diversa para caminar por los corredores, sin prisa, protegido de los elementos.

3. Sí, creo que me gustan los museos por el placer de admirar la composición: las salas inmensas o los laberintos, la iluminación indirecta, la tipografia de los letreros, las vitrinas limpias, los colores de las paredes, las texturas de las mamparas. Disfruto de la temperatura ambiente controlada, aunque me gusta más cuando hace un poco de frío: esa frontera entre la temperatura ideal y el tiritar. Camino dentro de los museos a veces con expectativas, pero casi siempre como un animal manso en espera de que algo lo sorprenda.

4. Desde niña me detengo a observar ciertas piezas. Quien crea que lo hago motivada por mi alto sentido de la apreciación, se equivoca. Sólo trato de grabar esa escena en mi memoria, pretendo poseer esa obra de arte para recreerla en los días venideros una y otra vez.

5. A veces temo sobre nuestra capacidad para detectar la belleza. Otras sobre si lo que he visto es realmente bello. Dentro de un museo la belleza, de alguna manera, está impuesta. Imagino una pieza de arte fuera de contexto: sobre mis manos, dentro del refrigerador, en la banqueta, sobre el cofre de un auto. Entonces me pregunto si ha perdido algo de su esencia lejos de los corredores, de las luces, de los letreros, del no tocar.

6. Suelo hacer cosas tan inútiles como la profesión inexistente de visitador de museos. Salgo a la calle y dedico un tiempo a imaginar que estoy en un museo. Camino lento y busco en los muros de las casas, cerca de las alcantarillas, en los rostros de los transeúntes, en los rines de los coches, o en la inmundicia de las banquetas alguna señal de los curadores invisibles. Busco la belleza prófuga de los cánones, la que olvidamos cómo detectar. Si la encuentro, la observo. Trato de grabar la imagen en mi memoria. Ocurre que alguna persona busca con su mirada lo que yo trato de poseer. Pero nada ve, pues no hay luces ni corredores ni letreros ni el no tocar. La persona sigue su camino. Yo sigo el mío, hasta la siguiente sala.