viernes, 4 de marzo de 2011

Marzo amarillo


Leo, huyo, cierro el libro. Regreso. Entonces observo las paredes, hace años que las pinté, lo sé porque han empezado a amarillear.

A ratos creo que el amarillo proviene de los cientos de cigarros que me fumo al año combinados con las células de mis pulmones que escapan muertas. Pero no entiendo por qué los otros objetos que me rodean conservan su color original.

A veces señalo al cochambre que repta desde la cocina, como un espíritu aciago del hogar que lo impregna todo; y se me antoja apagar la estufa para siempre, aniquilar los amarillos de los aromas, de las texturas, de las lenguas salivadoras.

Las paredes amarillean como lo hacen las hojas de ciertos libros. Aquí adentro, en mi estúpida contemplación del entorno, me adivino un personaje que se desdibuja en el mismo folio de un cuento sin lector.

Abro el libro, para huir siempre. Me detengo porque entonces temo que soy yo la que ha amarilleado mis muros verdes. No con el cigarro, no con los fantasmas de mis guisos sino por sonambulismo. Así, por las noches, me dedico a exterminar las frutas de marzo, soles dulcísimos, restregándolas en los muros. Cuando despierto, a las que quedan, las devoro por odio.

Hace calor, abro todavía más la ventana, aunque ello me provoque un ataque de tos. Detesto marzo amarillo, su polen, su sequía, sus estúpidos rayos de sol a través de los cuales distingo miles de partículas suspendidas. Me consuelo imaginando que éstas son dragones diminutos: revolotean escupiendo fuego por todo el lugar. Ahora entiendo de dónde proviene este calor, ahora entiendo quiénes provocan mi tos. Ahora comprendo que el amarillo de mis muros es el fuego ahí impreso de todos los pequeños dragones.

Abro una vez más el libro, y me voy. Los dragones no existen. Sólo es el paso del tiempo el que amarillea este lugar.

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