domingo, 29 de marzo de 2009

La fiesta


Hago lo que puedo, trato de irme a dormir antes del amanecer. Pero a las dos horas, sin más, me despierto. Y hoy me desperté con doble vacío: vacío de tripa y vacío de esternón. Ahí estaba en el sueño, entre rostros conocidos y desconocidos, entre nombres con rostro y nombres cuyo rostro no he visto. Había todo lo que ha de tener una fiesta: mesa, vasos, música y comida, mucha comida; tanta que estaba apilada en un cuarto. Dentro de cajas estivadas con peligro esperaban pasteles de muchos sabores, lasagnas y ravioles, y gran variedad de antojitos. Tuve que mover una pila porque el pastel de chocolate (tres capas y chantilly inmaculada) se había quedado hasta atrás.

Me dirigí a la mesa, abrí la caja y serví tres rebanadas. Resultó que era una fiesta de bienvenida pues Óscar y Marcela habían venido a México. Abracé a Óscar y el muy jijo me dijo que yo estaba más gordita. Tomé el rostro de Marcela por las mejillas y le dije que era igualita a sus fotos. Ella no me dijo gorda, sólo sonrió, mostrando unos dientes parejos y tan blancos como el papel fotográfico. Y nos reímos, y devoramos nuestro pastel.

Me despertó el hambre. Tuve el impulso de ir a la cocina a servirme un trozo del pastel de tres capas y chantilly inmaculada. Pero todo había sido un sueño. Aquí no hay pastel. Y Óscar y Marcela nunca han venido a México. Me ha dado tristeza, mis días tienen más el dulzor del aspartame que el del azúcar santísima; un dulzor nauseabundo al principio y un amargor al final que se queda todo el día.

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