domingo, 28 de junio de 2009

La cabellera color tabaco...


Como otros niños clasemedieros de la época, crecí entre los iconos televisivos, ciertas marcas de ropa y el tabú sobre varios temas. Los iconos se desdibujaron con el tiempo, a las marcas las sustituyeron otras. Y las respuestas a ciertos temas han llegado con los años.

Como otras niñas clasemedieras, durante una temporada, idolatré mi cabellera. La cuidé, la mimé y la admiré en el espejo más de una vez. Cuando Fabergé introdujo el Farrah Fawcett Shampoo, corrí a la tienda de autoservicio. Nunca deseé una cabellera rubia, pero procuraba obtener un brillo que opacara a la obsidiana. Sobre mi cabello no tenía dudas, aunque usaba ropa que cubriera mi gordura imaginaria, me pintaba para transformar mi rostro ordinario y leía libros para no ser tonta. Esta faceta duró un par de años, fue entonces cuando la conocí: era mi vecina, varios años mayor que yo, con una cabellera color tabaco inolvidable. Nos presentaron nuestras madres, nosotras nos limitamos a saludarnos educadamente. Nunca hablé con ella, no fuimos amigas, sólo éramos vecinas. Yo me limitaba a observarla cuando pasaba por los condominios, admirando su cabellera.

La reconocí de inmediato, mi vecina había sido elegida como modelo del comercial Farrah Fawcet Shampoo: allí estaba, en televisión nacional, agitando con gracia su cabello castaño. Me pareció que se veía más bonita en televisión, aunque en la vida real lucía más joven y más dulce. Cuando me la topaba en los corredores de los edificios trataba de saludarla, pues sentía un extraño orgullo al conocer a la modelo del comercial de mi shampoo favorito.

Pasaron un par de años, porque yo había dejado atrás la pacífica superficialidad para entrar a una adolescencia de autodestrucción. Ya no usaba el mentado shampoo. En aquellos días supe que mi vecina tenía leucemia. La noticia no me cimbró, creo que imaginé que se trataba de algo pasajero o simplemente no quise entender. Después de unos meses veía pasar a la ex modelo, que se dirigía a su universidad, con un tapabocas y una pañoleta en la cabeza de la cual asomaban algunos jirones de la otrora hermosa cabellera.

Fue durante una conversación con un conocido que mi negación se diluyó: él me platicó que solían burlarse de una alumna que todos los días iba con tapabocas y una pañoleta porque estaba calva. Ante las risotadas de mi interlocutor sentí horror. Me limité a decirle que era un estúpido, que el blanco de sus mofas tenía leucemia y que se estaba muriendo. Después de un silencio incómodo seguimos con nuestra cotidiana juventud.

Sin más, observé a mi vecina extinguirse día tras día, hasta que un día dejé de verla en su andar a la universidad.

Mas hubo un último adiós. Salía yo de mi apartamento rumbo a un antro de moda, muy peinada y muy maquillada. Me topé de frente con su padre quien, apurado, la llevaba en brazos. Ella entonces era diminuta, como una niña pequeña, bajo aquella manta. El padre se alejó a toda velocidad meciendo a su niña en los brazos. Ella ya no regresó a casa de aquel nuevo ingreso en el hospital.

Con las años me ha dejado de importar si soy fea, gorda o tonta. Ahora me atormentan otras cosas. Pero aún admiro la belleza bajo sus distintas manifestaciones: en ciertos versos, en los colores de un cuadro, en las notas de ciertas canciones, en la corteza dorada del pan, en los cuerpos, en los rostros o en las cabelleras color tabaco que me recuerdan a aquella extinta.

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