
Ahí estaban aquellos insectos alados, semejantes a astillas de vidrio verdiazul. Parecían los arcángeles que han de revolotear en el cielo de las hormigas. Mi abuela me dijo que eran palomitas de San Juan, que sólo aparecían cuando se celebraba al santo; y luego desaparecían, dejando como única prueba de su paso un reguero de alas quebradizas.
Odio a los insectos. Los aniquilo. Pero los que son guardianes de mis recuerdos de infancia entran y salen, inmaculados, en esta casa. Ahora, la transparencia de las palomitas de San Juan semeja más a los fantasmas de todos los que se han ido. Los seres piadosos, mágicos, se fueron con la infancia.
Tras varias semanas de malestar, análisis, dudas y tratamientos, hoy es el primer día que siento que mi alma regresó a mi cuerpo (o bien mi cuerpo se aferró a mi alma). La enfermedad es la madre de todos los ocios y de todos los infiernos. Hace unos días recordé a las palomitas, a mi abuela y a la casa de la higuera. Recordé todo aquello que dejó de existir, como si abrazara lo inevitable. Entonces busqué respuestas y no sólo cuentos. El miedo urge a la "realidad".
Miré mi presente. Temí por mis muebles y por mi piso de madera, temí por mis libreros y la celulosa que guarda tantas letras.
Las lluvias han regresado y San Juan observa. El misterio de la materia se esconde en las alas de las termitas. Como uno, como todos y como todo, vuelan sólo un momento. La fragilidad de las historias es verdiazul en la temporada de lluvias.
(nota: la ilustración es un cuadro de Craig LaRotonda, pintor sublime, he aquí su sitio)