viernes, 4 de septiembre de 2009

Infinito


1. De niña no podía dormir con la cabeza descubierta. Como no soportaba respirar bajo las colchas usaba una de ellas para construir una especie de casa de campaña: atoraba un extremo en la punta de mi cabecera y cubría todos los lados cercanos a mi cabeza. Lo mío no era miedo a la oscuridad, sino a la inmensidad del cielo raso.

2. Buscando una cita sobre la simbología del corazón me topé con la palabra hebrea Ein-Sof (infinito), que hace referencia al Deus absconditus (el Dios escondido).

3. Imagino que mi miedo infantil era hacia el infinito, hacia un dios oculto cuyo rostro desconocía. El mismo que agrupaba a todas las deidades de las que ahora he leído o sobre las que he estudiado. El rostro pavoroso que el hombre materializa al proyectar su religiosidad; pero también el rostro luminoso cuando el mismo hombre temeroso logra sublimar aquello que intuye.

4. Cuando logro conciliar el sueño ya no necesito cubrir mi rostro. Sé que el Dios escondido ronda en mis días y su rostro cambia como lo hace la luna. A veces exhibe su ira, otras veces su cordura. Se disfraza de animal o de cosa; es alado o repta escamoso. Pero logra asustarme cuando se pone su túnica de La Sombra, y me tranquiliza cuando muestra la sonrisa más blanca.

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