miércoles, 14 de julio de 2010

La venganza será de felpa


Todavía hoy quisiera saber a qué saben los pastelitos que Máshenka horneó en la casa del oso. También quisiera ver una isba con patas girando en alguno de los cuentos rusos. Pero aún tengo la duda sobre el final del primer cuento. Creo que el oso se sentía solo, y más que una esclava eficiente necesitaba algo de compañía. Porque ¿cómo pudo caer en la trampa que le tendió la niña si en realidad era un tratante de esclavos?

Decir que era un tratante es falso, jamás obtuvo ningún beneficio económico de la niña; sólo la certeza de que alguien lo esperaba en casa tras su jornada. Será que el corazón del oso, en el fondo, era tan suave y dulce, como imagino serían los pastelitos que horneó la niña. Era un oso que vivía en un bosque, lejos de las terapias grupales o de las sentencias de Freud; no supo comunicar sus necesidades.

Todavía hoy creo que el oso salvó a la niña quien no hubiera sobrevivido, sola, una noche en el bosque; pues sé que no todas las fieras hablan, viven en una choza y comen frituras.

Todavía hoy no quiero entender la moraleja de Máshenka, y menos aún la del oso con la pata de palo. Es un cuento breve que he releído hasta el cansancio. Desde niña, no he olvidado la melodía que compuse para la canción del oso. Es una lástima que los blogs sean silentes, podría tararearla para todos. Cada uno tendrá que componer la propia.

La tristeza del cric-cric-cric siempre nubló el sermón del "no robarás", minimizó el estigma del vengativo; pero mostraba la cobardía de aquellos viejos, los verdaderos depredadores de la historia.

En mi balanza de niña, la pata del oso me parecía más valiosa que los nabos del huerto. Y hubiese sacrificado a los ancianos con tal de oir la canción del oso durante unas páginas más. Enfin, no quiero entender.

Y así ocurre con ciertos cuentos y fábulas de la infancia. Uno no entiende, no quiere entender. Es una rebelión inútil. Es el anuncio de que lo que es justo e injusto es tan frágil como el papel de un libro viejo. Pero sucede que descubrimos que otros, un autor desconocido, han estado en lo mismo (o eso quiero creer). Sin preámbulo encontré, gracias a Jesús DeLeón-Serratos, la imagen precisa del final que mi infancia deseo. Todavía hoy lo deseo. Cric-cric-cric:

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