
Hace un par de semanas cambié mi refrigerador. Mi frigorífico antiguo era pequeño, apenas unos centímetros más alto que el frigobar. Durante años lidiamos con el estibar de cajas, empaques y envases. Pero fue un buen refri, nunca se quejó. Aunque congelaba mal la comida le dio abrigo (o desabrigo) a gelatinas de cumpleaños, pasteles, asados con la condición de tirar o comer inmediatamente lo que ya no se podía guardar de nuevo.
Lo han apodado El Féretro, tal vez por su tamaño, por su color acero inoxidable o por esa fachada cóncava que más parece una pancita (sí, de alguien atiborrado y contento). Y me gusta el apodo, tanto que he pensado seriamente mandar a hacer un testamento con mi última voluntad: se joden, esperé tanto mi refri nuevo que ahora me entierran en él, y no me quemen que me da harto miedo el fuego.
Hace unos días comentaba por ahí que es curioso cómo asignamos valor sentimental a los objetos. Incluso los animamos, y los convertimos en mitos o en receptáculos de leyendas. Pero lo hacemos con todo aquello que nos sabe a polilla. Sólo las cosas con cierto grado de antigüedad juegan este rol. Y no sé, creo que ya es tiempo de incluir a los electrodomésticos, ya tienen años inmersos en nuestra cotidianidad. De entrada creo que mi refri viejo hizo bien en irse lejos, no sólo porque no daba la talla sino porque había sido cómplice de muchos sucesos. Cada vez que abría su puerta y escarbaba en su interior ciertos fantasmas se asomaban. Y no es mala cosa, pero no todos mis fantasmas me agradan.
Y nada, me sorprende que un refri pueda hacerme sonreír cada vez que entro a la cocina. Bah, en el fondo soy un espíritu simple.
pd: doy gracias a mi santa patrona del crédito que ha hecho posible el cambio de frigo.