
1. Hace unos días me caí, no fue nada grave pues todavía aterrizo como los gatos. Me gané una raspadura que atendí como siempre: agua, jabón, desinfectante, curita. Pero esta vez me sorprendió sentir un ardor desmedido en la herida al desinfectarla. Sople sobre mi rodilla como lo he hecho siempre, conmigo misma y con mis hijos. Imaginé que mi piel es otra, que ha perdido su capacidad de resistencia o que este cuerpo se ha decidido a regodearse con el dolor. Decidida, vertí una nueva cantidad de desinfectante, más generosa. Entonces entendí que el dolor sólo se había acrecentado ante el temor de que algo en esa rodilla dejara de funcionar.
2. No es novedad: tengo fobia a los hospitales, a las enfermedades, a las recetas médicas, a las personas que buscan empatía vía las miserias de su cuerpo, y quemaría en leña verde a todos los hipocondríacos. Desprecio toda celebración de nuestra fragilidad física, no hay ningún mérito en ella. Basta saber que todos somos como esa galletita del cuento que corre rápido, rápido, creyendo que nunca nadie podrá alcanzarla. (Sí, al final la galleta muere tragada por la zorra).
3. Mis adversiones han comenzado a ser un problema, pues no busco médicos a tiempo ni pido ayuda "para no causar lástimas". Prueba de ello es que apenas hoy horneé mis galletas de jengibre. Por supuesto que no necesitaba la rodilla para amasar; una de mis manos ha decidido no moverse como solía hacerlo. Para la mayoría sólo se trata de unas estúpidas galletas, pero para mí es un símbolo íntimo: es una manera crujiente y dulce de cerrar ciclos. La Colina ahora huele a galletas gracias a la ayuda de mi familia.
4. Quisiera ahogar mi mano en desinfectante, para sentir ardor, para que sintiera el ardor y decidiera comportarse. Una galleta remojada se deshace y se transforma en el poso de un vaso con leche. Una galleta remojada no puede hornear ni cocinar ni teclear palabras aquí y allá; esto último es lo que más me aterra pues las galletas silentes son las primeras en ser devoradas por las zorras calaveras.